REENCUENTRO

Artigas, Abril 16 de 2008

Regularmente nos reunimos en la sede pero esta vez no imaginamos que la invitación nos conduciría a un encuentro muy diferente, emotivo e inolvidable.
Que un grupo de ex futbolistas sea convocado para un divertido picado o apenas para compartir un asado como lo hacemos los de mi generación, es algo normal y tradicional. Los amigos, antiguos gladiadores rememoran viejos tiempos, se respira un aire de camaradería y se palpa en el ambiente esa especial complicidad que adquirimos a través del deporte, un sentimiento muy particular que permanece y se enriquece sin hacerle caso al tiempo.

En cambio esta vez, el reencuentro reviste características especiales, es el cumpleaños número cien de nuestro club. Llegar al primer siglo de vida es un hecho singular, algo de por si maravilloso, y en el caso de San Eugenio con ese impresionante palmarés y una envidiable trayectoria, no deja de ser un acontecimiento muy importante para su gente y para toda la comunidad sin distinción de colores y banderas.
No es un festejo cualquiera, la conmemoración es única, ayer la comenzamos participando en la inauguración de la nueva cancha remozada – una joyita – donde entusiasmados como gurises que debutan en primera, acordamos jugar algunos pocos minutos.
No pensamos en las posibilidades, olvidamos el temor a las consecuencias, sólo añorábamos vestir otra vez aquella querida camiseta y entrar a un campo de juego junto a los amigos de siempre, compañeros de tantas jornadas.
Ansiábamos jugar tan solo algunos minutos - los permitidos por las tabas gastadas y los músculos endurecidos - apenas los suficientes para volver sentir el gustito que nunca se fue del todo, el que mantenemos oculto en algún lugar y aflora en momentos especiales.

Fuimos citados para el estadio municipal, desde allí partiríamos hasta la vecina y remodelada cancha de San Eugenio.
Nuestro rival, el más antiguo de todos, el tradicional adversario de todas las épocas, el casi también centenario Uruguay F.C. que como ustedes recordarán tiene la camiseta idéntica a la de Peñarol, o sea que en el campo es un clásico con todas las características.

De pronto estamos otra vez en el calor de un vestuario - el del viejo estadio de siempre, el Matías Gonzáles – donde tantas tardes nos equipamos repitiendo el antiguo rito, conservando el mismo orden de siempre. Primero el pantalón, luego las vendas, canilleras y medias, calzarse los zapatos, ajustarlos y por último vestir la camiseta.
Alguien anunció que éstas camisetas fueron especialmente confeccionadas para la ocasión y será el obsequio que llevaremos como recuerdo de esta jornada.
Cuando las recibimos notamos que la cosa comenzó a cambiar, la tomamos con unción, con respeto y no podemos negar con un legítimo orgullo, al vestirla creímos ser futbolistas otra vez.

Ya en nuestro estadio, recibimos el cálido saludo de la gente que se vino temprano, saludos, bromas, abrazos, algún aplauso que atrajo a otros, en la boca de entrada del túnel parientes y amigos registrando en fotos aquella rara ocasión de ver reunidas a gente de varias generaciones de futbolistas del club.
Estábamos entreverados los viejitos de mi generación – casi todos abuelos – quienes comenzamos a principio de los años sesenta, junto con los que nos sucedieron en las décadas siguientes, hasta los más jóvenes veteranos que dejaron a principios de este siglo.
Algunos de mis compañeros en aquella tarde inolvidable aún no habían nacido en la época que yo jugaba, otros iban al estadio de la mano de sus padres; en cambio yo vi debutar gurises que hoy ya tienen canas.

Llegó la hora de salir al campo de juego otra vez con la querida blanca en el pecho.
Contando apenas entre los años 1960 y 2000 junto aquel grupo marchaban a la cancha diecinueve campeonatos ganados en la liga local, un campeonato de campeones a nivel nacional, cinco copas del litoral y algún otro pichuleo menor.

Emergimos a la luz del nuevo gramado con una extraña y nueva sensación. Cuando el juez dio la señal arrancamos al trotecito, confieso con algunos temores pero enseguida entramos en el clima.
La máquina del tiempo nos dejó caer algunas décadas atrás y volvimos a correr en equipo en busca de un objetivo, a retozar como niños, a falta de una real disputa, sólo existe la diversión y el placer de sentir el sol en el rostro y la camisa mojada.

Talvez creemos por algunos segundos que volveremos a escuchar aquel sonido tan característico que solo se aprecia allá adentro, porque allí en el interior del verde potrero la pelota tiene su música propia, el lenguaje es un código de gritos o susurros, tiene un tono diferente, porque a pesar de actuamos a la vista de todos, allí hay cierta privacidad, un espacio íntimo, aislado del resto, como si actuáramos encerrados en una caja de vidrio.
Esta sólo se rompe en el momento del gol cuando la parcialidad y sus momentáneos héroes comulgan y saborean cada conquista.
El resto del tiempo, el público en general – aliados y enemigos – es allá afuera una mancha multicolor, a veces silenciosa e inmóvil, ora nerviosa y bullanguera, varias filas cabezas y brazos anónimos, con sus banderas y sus coros.
Aquí dentro vivimos concentrados en un mundo diferente, en medio del alocado tráfico humano no podemos perder de vista a compañeros y adversarios, memorizar números, recordar jugadas, administrar el aliento, intuyendo los movimientos ajenos, el trayecto antojadizo de la pelota, la posición en el campo. Mirando de reojo para los lados, atentos, administrando las fuerzas, desconfiados de todo, pensando en desafiar las leyes de la física y el pronóstico de fanáticos agoreros.

Pero todo aquello son meros recuerdos, sensaciones que vivimos intensamente y que hoy recordamos emocionados. El partido en si, resulta un alegre remedo de lo que un día fue, una ilusión que nos ha tocado vivir por algunos minutos, es un
regalo que nos hacen los dioses olímpicos permitiéndonos correr otra vez tras una pelota junto a los amigos de siempre en este maravilloso e inolvidable reencuentro.