La última pelota

LA ÚLTIMA PELOTA

1

Mis ojos no se apartan de la esfera que surge de la nube y se acerca girando en cámara lenta desdibujando sus gajos blancos y negros para transformarse en un astro celeste.
He logrado un buen salto y a pesar del tirón en la camiseta, del molesto codo clavado en las costillas y un brazo que intenta desplazarme, supe subir más alto
y mi cabeza sobresale entre el racimo de cuerpos que trepan por el aire en busca de la pelota.
Antes - durante la corta y evasiva carrera para impulsarme desde la media luna en la entrada del área – con el rabillo del ojo había ubicado la mancha amarilla del arquero que continúa gritando y ordenando lo que nadie atiende.
Su llamativo buzo y la voz ronca son mi referencia. Se supone que el ansiado cabezazo no deberé dirigirlo hacia el punto donde espera el grandote.
Al arco lo llevo en la memoria, defendiendo o atacando siempre lo tenemos presente, no importa las piruetas y vueltas de la danza futbolera sobre el césped, vos tenés que saber siempre donde estás parado. Pero el rival se mueve y hay que acompañarlo en todo momento.
Resulta difícil conseguir un camino libre para planear el salto en medio de la inquieta montonera que se agita desde que la pelota es colocada dentro del cuarto de círculo bajo el banderín.
En este corner es aún más difícil porque no se trata de un tiro de esquina cualquiera. Si termina el gol, podemos ser campeones; pero ellos lo serán si logran mantener el empate. Falta un minuto, el juego se transformó en tragedia y todo depende de esta pelota, la última de la tarde y del año que caerá sobre el área rival.

2
Ellos habían logrado su gol tras una buena jugada allá por el minuto treinta.
Yo me culpaba por no haber llegado a tiempo para cortar el último pase hacia su goleador. Me estiré al máximo y hasta llegué a rozarla, pero la pelota llegó a los pies de quien sabe definir y no perdona.
Mientras el tipo cortaba hacia adentro, engañando a otro zaguero que esperaba cubrir un disparo de primera con la de palo, quise recuperarme cerrándole el camino, pero su agilidad me obligó a un último recurso un tanto suicida, una barrida de atrás peligrosamente emparentada con un penal.
Restaba la esperanza de llegar antes que se produjera el remate y tocar limpiamente con la punta o el empeine cuchareándola a ras de césped, pero resultó algo imposible ante la velocidad de su maniobra.
Mi zarpazo llegó atrasado y acerté su pie de apoyo después que ya había partido el zurdazo. El tipo voló en palomita sin dejar de mirar hacia nuestro arco, hacia donde se dirigía el misil. Seguro que si el Vasco la atajaba vendría el penal que yo había cometido, pero el Vasco es un hacedor de milagros y aún quedaba esa esperanza.
Desde el piso - como un privilegiado testigo - aprecié la espectacular volada de nuestro último hombre, su manotazo llegó a arañarla pero no pudo desviar el terrible balinazo que se coló en ángulo inflando la red.
Aquel empate nos desplazaba de la copa.

La reacción se vino apenas movimos del centro y nos volcamos decididamente al ataque. Se produjo un asedio constante y ellos solamente respiraban cuando podían hilvanar algún contraataque que felizmente supimos frenar.
Hasta el minuto cuarenta San Eugenio mantuvo su juego depurado, cuidando la técnica, elaborando jugadas con la intención del vulnerar la muralla defensiva pero cuando ya se moría el partido, los ataques se habían transformando en atropellos impetuosos, en estériles cargas tenaces y desordenadas sobre la última zona donde aquellos se hicieron fuertes y aguantaban sacándola para cualquier lado.
Llenaron con tanta gente la retaguardia que renunciaron definitivamente a contraatacar y ya no pasaban de la mitad de la cancha.
El empate les daba el campeonato y se aferraban a él con uñas y dientes.
Fue cuando se produjo el corner en el último minuto.
Anteriormente los veníamos pateando con el perfil cambiado y desde la punta izquierda ahora debería hacerlo un diestro, entonces tuve la corazonada, pensé que había que cambiar la estrategia y este lo patearía un zurdo. Agarré la pelota y me acerqué al Beto.
- Tenés que patearlo vos – nadie discutió, no era momento para averiguar si era una orden del técnico, un simple capricho o una cábala desesperada.
El petizo, con el rostro colorado por el esfuerzo, me miró sin pestañar, seguro de si mismo, asintió con la cabeza y salió al trote con ella debajo del brazo.
Lo acompañé unos metros y le pedí:
- Ponela entre el punto penal y la media luna, es importante que se venga abriendo, el golero no podrá salir tan lejos. Dale altura nomás, que yo me las arreglo.
Mientras combinábamos algo con los demás compañeros e insistíamos en no cometer ni una falta, vi al número once acomodarla cariñosamente y luego levantarse el jopo rebelde.
Nuestra última esperanza vendría desde el cielo en aquella última pelota.
Era contra el arco del puente, en el ángulo de la cantina, de donde se elevaba una tenue nube de humo de la parrilla de los chorizos.
Por momentos se hizo silencio y luego sonó el silbato.
El zurdo dio apenas dos pasos, la inclinación de su cuerpo y el movimiento de los brazos recordaba un gesto heredado del inolvidable Cabeza, lanzó una sagaz mirada hacia el área y acarició el balón con su talentoso pie tamaño treinta y ocho.
Como surgiendo de la nube, la pelota levantó vuelo y describiendo una elegante curva se acercaba girando y agrandándose.
La medí y me fui a su encuentro.
Hice un par de amagues para disimular mi trayecto y con ambos pies me impulsé con todas las fuerzas.

3
Con los ojos bien abiertos, el pecho inflado y levemente inclinado hacia atrás, los brazos que hasta entonces me protegieron del acoso se han vuelto leves como alas que me sostienen, con las piernas distendidas luego del esfuerzo mayor, la mente trabaja en cálculos del tiempo y espacio donde deberá producirse el letal encuentro con la esfera de cuero.
En el momento exacto los músculos del cuello giran con toda su fuerza catapultando la cabeza en un corto y potente movimiento que le dará una nueva dirección al proyectil.
Suelto todo el aire y aprieto los dientes en el preciso momento que siento el latigazo en medio de la frente. Simultáneamente bajo la cabeza como haciendo una reverencia que me lleva a tocar el pecho con el mentón; es el último detalle que le dará destino de tierra a nuestro ataque aéreo.
Al tipo que se ha descolgado tantas pelotas de las alturas, hay que obligarlo a zambullirse hacia abajo.
Me doy cuenta que el golpe había sido de los buenos, seco y muy potente, estoy seguro que lleva la dirección correcta.
La iniciativa me adelantó algunas fracciones de segundo y recién recibo los encontronazos que me desestabilizan, cuando ya he conectado el cabezazo.
Caer despatarrado será lo de menos, el lamento es porque será imposible acompañar la trayectoria del disparo, hay que prepararse para la caída.
Miro al piso que se acerca rápidamente, llevo las manos para amortiguar el golpe, intentando en vano apartarme de cuerpos, brazos y piernas entreveradas que bajan conmigo. Toco tierra aplastando a alguien, siento una plancha involuntaria en la espalda y algo me obliga a golpear la mejilla contra la raya de cal. Tengo pasto en la boca y tierra en los ojos cuando suena el pitazo del juez entre el tronar de la tribuna.


Apoyado en un codo, estiro el cuello para buscar la pelota, pero solo obtengo la visión borrosa del buzo amarrillo tendido sobre el piso y la red que aún se sacude. Sin haber visto la confirmación del juez, el olfato futbolero me explica lo sucedido, levanto los brazos al cielo y creo oír mi propio grito como si estuviese herido de muerte.
El rumor desgarrador de las gargantas creció hasta estallar en un prolongado “ooool” que es música para nuestros oídos.
Estoy reincorporándome cuando me cae encima un malón de compañeros eufóricos, vociferando y cargándome el lomo y la cabeza con tapas y mimos que no logran ser muy cariñosos.
Los festejos se amontonan sin el menor protocolo, la pirámide no resiste y se viene abajo; recibir y compartir el festejo de un gol es una verdadera paliza en que todos participan y aceptan con entero agrado.
Es el gol del campeonato y no temo morirme aplastado.

De pronto reconozco una caricia y el sabor de unos besos.
Abro los ojos en la penumbra del amanecer, las primeras luces del día se filtran en el dormitorio, la silueta de mi esposa vuelve a inclinarse protectora y canchera, tratando de evitarme una posible caída de la cama, como ya ocurriera alguna vez.
Está acostumbrada a mis delirios y a mis recurrentes sueños donde invariablemente vuelvo a vestir la camiseta blanca de mis amores.
Son sueños intensos, alegres, tal vez un poco inquietos y algo movidos, porque vuelvo a tener veinte años, pero este último justifica plenamente todas esas aflicciones nocturnas, hoy hemos conquistado otro campeonato con aquel golazo salvador en la última pelota.


© Jose Salvador Da Costa - josadaco@gmail.com